Sólo de entrar en el patio y ver como correteaban riendo, como todos los niños cuando juegan, pensé que Jaume había acertado pensando en llamar a su organización “Sonrisas”. Fue increíblemente satisfactorio poder conocer a muchos de aquellos niños. Me parecieron niños felices, y en un entorno muchísimo mejor del que había imaginado (me refiero a Karuna y Ambassador School), un paisaje verde y natural en una aldea, al parecer, tranquila, y unas instalaciones muy nuevas. Cuando entramos estaban de recreo, nada tardaron en preguntarnos, pedirnos fotos, jugar con nosotros. Uno de ellos cogió mi cámara y se dedicó a hacer un reportaje fotográfico utilizando hasta el zoom, haciendo birguerías con ella, y el resultado es que tengo unas fotos increíbles de ellos mismos, ¡debería dedicarse cuando sea mayor! Él mismo se autoidentificó como The Photographer Jejeje… qué extraordinario fue conocerles. Cuando reíamos con ellos me era difícil imaginar que muchos no tienen padres ni familia, que no saben de donde vienen; que algunas de esas niñas habían estado antes en burdeles, o que los niños habían sido rescatados de una infancia deplorable… Ahora juegan y ríen, cuidan unos de los otros y además entre ellos son increíblemente solidarios. Los más mayores cuidan de los pequeños y así. Transmiten una enorme felicidad a través de sus sonrisas. La verdad es que en India no serán las únicas (allí he visto mil sonrisas en un ambiente rodeado de miseria).
Otro día tuve la oportunidad de visitar uno de los cien Balwadis (guarderías) que ha dispuesto la ONG en una de las zonas de slums. Fue muy difícil para mí controlar la emoción cuando, después de cantar varias canciones de bienvenida con la profesora, los niños, la mayoría alrededor de tres añitos, se pusieron a rezar por nosotros. ¡No puede haber un gesto más amable y más humano que éste! Después se dispusieron los platos en el suelo, y el mismo espacio donde estudian, juegan y cantan, hicieron servir de comedor, era ya la hora del lunch. Eran niños en edad preescolar, como los que suelo ver en las calles de Barcelona ir a la guardería, con sus carteras y sus padres, pero allí acuden a pie, entre callecitas estrechas, viven en chabolas enanas donde todos comparten cama y sus familias trabajan de lunes a domingo para poderse alimentar así que están solos, y para ellos es una suerte que su zona tuviera una escuela. Una Balwadi. Cuando los miraba, reír y cantar (alguno sí lloraba, debió de pensar ¿Quién es esta gente blanca?), veía ángeles, que no han tenido tanta suerte como yo cuando era pequeña, y que conformados a la zona en que viven y a sus duras condiciones, han tenido suerte que sus padres pudieran aceptar su escolarización. Parece casi increíble, que lo tengan difícilmente accesible el hecho de poder elegir, si ir o no ir a la escuela, o al médico, si comer o no comer hoy. Después de esta visita vi otros niños, pero estaban en las calles mendigando, ¡niños mendigando!, y pensé “cuanto falta por hacer todavía, y lo que cuesta” y aún así tengo esperanza, -cuando visitas proyectos como los de Sonrisas, siempre regresas con esperanza-.
Sobre Bombay, no puedo más que corroborar lo que he leído, que la ciudad es, como el resto de India, contradictoria, por todos los sentimientos contrapuestos que provoca en uno mismo. Ahora sé lo que significa. Bombay hace que muchas veces te enamores de ella, su espiritualidad su belleza, sus situaciones de estimulantes sensaciones. Pero la pobreza allí es chocante y uno nunca está preparado para tener que admitirlo. Los muchos barrios de chabolas de Bombay, que son muchísimos, no son lo peor de la enorme ciudad. Esa gente al menos tiene una chabola de tres, cinco o siete metros, hay gente que no puede mantenerse esa triste renta (¡también pagan renta!), y vive en la calle. Pero no son pocos, son muchísima gente. En cada acera me encontraba con familias enteras, que simplemente disponen de una tela de tienda de acampar para colgar como techo en la misma acera y allí duermen cada noche, en el asfalto, y se levantan todos los días, doblan el techo y se lavan la ropa en un cubo de agua. Algunos disponían de un camping gas y una cacerola grande para poder hacer el arroz, cuando tenían arroz, (otros no tienen más que una almohada y el techo de la estación). Son familias con niños, y esos niños, van a pedir a la gente que está en los coches, cuando se pone el semáforo en rojo. Corren hacia los turistas sonriendo, ese es el pan de cada día. Pero automáticamente siempre veía algo que “superaba” lo anterior. De repente, una calle muy concurrida, punto de encuentro para decenas de mendigos. Un niño solo, sentado y pidiendo, que no tendría más de cinco años y allí estaba, solo. Una niña, también. Al menos ella no estaba en un burdel. Ancianos. Ciegos. Tres hermanos, uno que no tenía brazos, el otro no tenía piernas y al tercero le faltaban las manos. Gritaban un verso y respondían a la vez “Alá Alá Alá”, pidiendo limosna, y allí están cada día. Hoy también. He visto una clase de pobreza que va más allá de mendigar o pedir, que no tiene límites; y que son demasiadas las personas que viven así, demasiadas.
Lo que me pesa de India, es que a pesar que su gobierno reconoce una democracia, -esto es, todos los hombres iguales ante la ley-, sigue muy vigente el sistema de castas porque entre ellos mismos se discriminan por esta razón.
Tengo un recuerdo de Varanasi : Entramos en una tienda para comprar una pashmina. El taxista nos había acercado allí en su “cicle-rickshaw”, no podía ser con motor porque las calles eran ríos, debido al monzón. Cuando le comenté al vendedor, -ya que en el discurso de la conversación venía al caso-, que el trabajo del conductor que nos había traído era un trabajo pesado y duro, me contestó: “Ese es su trabajo. Esta es mi tienda y es mi trabajo, usted tendrá el suyo y este señor tiene su trabajo, lleva personas en su bicicleta por doscientas rupias al día, que es lo que tiene que hacer ya que es un hombre pobre, y ése es su trabajo, ¿entiende mi punto de vista?” El hombre pobre del que hablabamos estaba delante de nosotros, sentado en una silla y callado, siguiendo órdenes en silencio, “abra la luz por favor. Cierre esa puerta por favor”. De hecho estaba en la tienda de un comerciante que le había cedido una silla para sentarse, y estaba esperándome a mí y a mi amiga, para llevarnos a otro sitio al finalizar la compra. Su mirada me pareció triste, conforme a lo que se decía, como si realmente el vendedor llevara la razón, y él estaba condenado a ser pobre de por vida porque había nacido pobre. Parecía muy feliz a pesar de llevarnos pedaleando, porque le habíamos elegido a él como taxista, porque estaba trabajando y se iba a ganar un euro, si llega. Nos iba señalando partes turísticas de interés continuamente “una mezquita”. “El templo”. “Gran Hotel”. “Calle del Mercado”. Pero de repente, al cabo de un rato de camino, se le estropeó la cadena de la bicicleta y tuvimos que bajarnos. Aturdido nos pedía un momento, un momento, y buscaba otra persona para trasladarnos, pero preferímos continuar a pie. Le pagamos una cantidad de rupias que equivalen para él varios días de trabajo, queríamos que por lo menos pudiera arreglarse la bicicleta si de ella dependía sobrevivir. El hombre se quedó con el billete en la mano preguntándose si tenía que darme algo de cambio (y que no tendría para darme cambio), y sonriéndonos, eso para mí fue suficiente para hacerme sentir muy feliz – creo que es la sensación de ver que haces a alguien feliz de la que Jaume hablaba en su libro-, y por una cantidad que para nosotras se gasta en un menú, un precio tan insignificante y que el gesto signifique tanto. El hombre dio las gracias con su sonrisa y dijo, “sí que es un trabajo duro, madamme”.
Podría contaros otras cosas como las que ya se han explicado: un anciano sentado a dos centimetros del asfalto con la mirada perdida, al lado de un perro maltratado o de una montaña de basura pendiente de recoger. Una vaca tan tranquila quieta como una estatua entre los dos carriles de la carretera, y los coches y triciclos, como el nuestro, esquivando. Los niños que juegan en la playa contaminada de Bombay, y una casa construída de restos de rocas y maderas medio escondida en los escombros de Chowpatty, una rata correteando entre las mismas piedras de esa casa. Una mezquita blanca preciosa construída en una isla, a la que se llega cuando baja la marea, pero en el camino hacia ella, niños solos, mendigando. La espiritualidad índia, la gente, su manera de expresarse, siempre con una sonrisa para el visitante. Famílias enteras que van a la playa solo para mirar al mar, con sus hijos. Adolescentes que la utilizan como el recreo. He visto los miles de slums en varios puntos de Bombay con el asombro de que sean tantos. Y he venido con la misma sensación de que en Occidente nunca seremos conscientes de todo esto, y que hace falta viajar para verlo, y volver para contarlo.
1 comentario:
Hola pianista,
no sé quien eres, pero me parece muy interesante vuestra labor en la India, y el diario que escribes en el blog.
Te dejo un regalo en mi espacio, por si no tienes nada que leer en el tiempo libre, si es que tienes...
Un beso tan grande como el Taj Mahal.
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