Diaghilev había encargado a Stravinsky la composición de un nuevo ballet. El empresario de origen ruso quería rendir un homenaje a su tierra natal con la creación de un ballet que girase en torno a las tradiciones de la Rusia ancestral.
El argumento Abarca la historia del rapto y sacrificio de una muchacha ante su tribu para celebrar la primavera, en los albores de la humanidad. Para ello, se sirve de imágenes musicales de gran plasticidad, evocando escenas primitivas en cuanto a diversos ámbitos de la vida. Es este argumento el que condiciona a Stravinsky para diseñar una obra llena de recursos rítmicos y percusivos, casi salvajes, que rozan lo obsesivo. Esta naturaleza percusiva choca con la ausencia de instrumentos de esta familia, exceptuando una batería de timbales y consiguió este efecto martilleante utilizando a la orquesta como un gigantesco instrumento de percusión. Stravinsky emplea con generosidad polirritmos, síncopas, combinaciones irregulares de figuras y cambios constantes de medida... Todo resultaba demasiado novedoso.
La coreografía de Nijinsky y el vestuario excesivamente liviano de los bailarines resultaron ser demasiado provocativos para la conservadora sociedad parisina del momento. Las crónicas de la época relatan que el público preparó tal pataleta que la música apenas resultaba audible. Los golpes y gritos de protesta de los unos se mezclaban con la euforia y los aullidos de apoyo de los otros. El mismo Saint-Saëns gritaba consignas en contra de la música interpretada. Participaron incluso las damas, llegando a concertarse varios duelos que al día siguiente se llevaron a efecto. Tal reacción fue justo lo que quería el propio Diaghilev.
Se presentó un ballet que, de pronto, se apartaba abruptamente del refinamiento y la exquisitez que había caracterizado y distinguido al ballet clásico decimonónico, que era a lo que la gente estaba acostumbrada. Stravinsky, en su afán de remitirse y describir un ancestral rito pagano, creó con ello un lenguaje musical de un carácter y originalidad única, que sorprendía a todos, a toda una generación, a toda una época. Aquella función inaugural de La Consagración de la Primavera en el Teatro de los Campos Elíseos fue la más peligrosamente agitada jamás vista en el teatro en tiempos modernos, al menos desde el estreno de Hernani más de ochenta años atrás. El público en el Teatro de los Campos Elíseos, aquella noche de mayo en París, naturalmente, no tenía la menor idea de que estaba asistiendo a un suceso histórico. El título del nuevo ballet de la compañía de Diaghilev no parecía una amenaza contra el buen gusto y, por demás, la pieza con que se iniciaba el programa de la noche, Las Sílfides, coreografía de Fokine con la música hermosa pero escasamente inquietante de Chopin, era apropiadamente pacífica y burguesa. Después de todo, son más dignos de lastima que de desprecio aquellos pobres espectadores parisinos, que después de Chopin fueron sometidos sin previo aviso a la partitura de Stravinsky, compuesta, según dijo su propio autor, de acuerdo con ningún sistema conocido. "Yo tenia solo mi oído para ayudarme. Yo oía, y escribía lo que oía". La partitura, con sus variaciones extremas de ritmo, sus innovaciones armónicas y su muy heterodoxa organización, ejecutada, además, por una enorme orquesta en la que los vientos y la percusión habían sido exageradamente reforzados y en la que cada instrumento pugnaba con ferocidad para ser escuchado sobre el resto, tenía que aterrar a los espectadores profanos si hasta a Debussy dejó estupefacto.
La gente en general se ofendió mortalmente por lo que creía era un ataque premeditado contra el arte, chillaba, abucheaba, arrojaba los programas. Furiosos espectadores comenzaron a pelear entre sí. Algunos la emprendieron contra Maurice Ravel, que aplaudía vivamente, llamándolo "sucio judío". En la escena, los bailarines de Diaghilev ejecutaban la radical coreografía de Nijinsky, que rayaba en lo físicamente imposible. "Con cada salto, aterrizábamos tan pesadamente como para reventar cada órgano de nuestro cuerpo", recordaría uno de aquellos pobres bailarines. Entre bambalinas, un frenético Nijinsky daba instrucciones a gritos y contaba los pasos. Alguien del público dio voces para que acudiera un doctor, creyendo que los bailarines habían caído todos en una especie de colectiva epilepsia. Diaghilev pidió calma a los espectadores, pero nadie lo oyó. El publico lo cubrió de insultos, a él, al compositor y a los bailarines. Diaghilev ordenó entonces hacer flashes de luz, pero aquel remedio fue terriblemente inefectivo, y en lugar de calmar al publico, lo condujo al paroxismo. En medio de aquel pandemonium, Pierre Monteaux tuvo el infinito coraje de conducir la orquesta hasta el final de la partitura, emulando heroicamente a sus colegas del Titanic, hundido apenas un año antes.
Cuando terminó la función, Diaghilev, Nijinsky y Stravinsky huyeron hacia el Bosque de Bolonia. En aquel momento, tanto el compositor como el bailarín-coreógrafo se sentirían profundamente heridos en su orgullo, pero Diaghilev, que no tenía más talento, aunque ya ese fuera muy grande, que el de reconocer a los verdaderos artistas y las manías del público, sabía sin dudas que aquella noche los Ballets Rusos habían conquistado definitivamente a esa veleidosa, la inmortalidad. El siglo XX, aunque con retraso, había llegado a los teatros.
En Londres, el ballet creado por Diaghilev, Stravinsky y Nijinsky, con decorados y vestuario de Nicolás Roerich, fue presentado en el antiguo Teatro Real de Drury Lane apenas cinco semanas después de su estreno en París. Extrañamente, la Inglaterra conservadora de Jorge V acogió más benévolamente La Consagración de la Primavera que el París republicano y democrático de las vanguardias. El Daily Mail, como era de esperar, aborreció el nuevo ballet, pero The Times fue mucho más sensible en su apreciación. "En La Consagración de la Primavera”, escribió el crítico de The Times, "las funciones del compositor y el productor están tan balanceadas que es posible ver cada movimiento en la escena y al mismo tiempo escuchar cada nota de la partitura. Pero la fusión entre ambas es aún más profunda. La combinación de los dos elementos, de la música y la danza, realmente produce un resultado nuevo, un híbrido, que se puede expresar en términos del ritmo -tanto como la combinación del oxígeno y el hidrógeno produce una nueva sustancia, el agua". No hubo en Londres barahúnda similar a la ocurrida en París la noche del estreno del ballet, el 29 de mayo de 1913.
A lo largo de los años, la partitura de Stravinsky atraería a numerosos coreógrafos, desde Massine hasta Martha Graham, desde Maurice Bejart hasta la propia Pina Bausch, pero ninguno causaría conmoción semejante a la del ballet del infortunado Nijinsky. Cuando la propia coreografía de Nijinsky fue reconstruida por el Joffrey Ballet en 1987, setenta y cuatro años después, el público, según noticias, se comportó de la forma más civilizada.
La obra original se divide en las siguientes escenas:
Primera Parte: Adoración de la Tierra
Introducción
Augurios Primaverales. Danza de las Adolescentes
Juego del Rapto
Rondas Primaverales
Juego de las Tribus Rivales
Cortejo del Sabio
El Sabio. Danza de la Tierra
Segunda Parte: El Sacrificio
Introducción
Círculos Misteriosos de las Adolescentes
Glorificación de la Elegida
Evocación de los Antepasados
Acción Ritual de los Antepasados
Danza Sagrada. La Elegida
Fuentes: Wikipedia, aula-el mundo, leiter.wordpress, danzaballet.com.
Juan Orlando Pérez
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